El arte de poner límites
Durante mucho tiempo creí que poner límites era sinónimo de frialdad, egoísmo o rechazo. Que decir "no" era dejar de ser empática, dejar de cuidar, dejar de estar. Pero no. Estoy aprendiendo que poner límites es una forma de amarme y también una forma de relacionarme desde lo real, no desde el sacrificio.
Un límite no es una pared, es una puerta con cerradura.
Poner un límite no significa cortar, alejar o castigar. Significa decidir desde dónde quiero vincularme y qué estoy dispuesta a sostener. Es poder decir: "Esto sí, esto no, esto así, esto no más".
Y eso requiere presencia, no dureza.
Poner límites es salir del personaje de "la que siempre puede".
Yo no siempre puedo. No siempre quiero. No siempre debo. Y eso no me hace menos valiosa, ni menos compasiva. Me hace más honesta. Cada vez que me ignoro para que el otro esté bien, me traiciono un poco más.
Y esa traición, con el tiempo, pasa factura: en el cuerpo, en la voz, en la energía.
Poner límites no es ser agresiva ni fría. Es ser clara. Es mirar al otro con respeto y decir desde el centro: "Esto no lo elijo más". No para cambiar al otro, sino para no seguir diluyéndome yo.
Un límite bien puesto no rompe el vínculo. Lo redefine. Y si el otro se aleja, no es porque le puse un límite. Es porque el vínculo solo existía si yo me olvidaba de mí.
🌿 Algunos límites que he aprendido a poner:
No tengo que responder todo al instante.
No tengo que justificar un "no".
No me siento culpable por descansar.
No le debo mi energía a quien no la cuida.
No necesito explicar mi sensibilidad.
No es frialdad. Es verdad.
No es alejamiento. Es autocuidado.
No es egoísmo. Es presencia.
Poner un límite es decirme: me veo, me respeto, me escucho.
Y desde ahí, todo lo que venga, que venga limpio.
Comentarios
Publicar un comentario